Universidad Técnica Federico Santa María

La danza cósmica de la Tierra y la Luna

15 - abril - 2024

Columna de opinión de Antonio Montero, jefe de Carrera de Licenciatura en Astrofísica Campus San Joaquín.

Durante la Nochebuena de 1968, el Apolo 8 se encontraba orbitando la Luna a algo más de 100 kilómetros de su rugosa superficie. La nave, que acabaría completando un total de 10 órbitas lunares antes de volver a la Tierra, se convirtió en la primera misión tripulada en alcanzar nuestro inseparable satélite.  Este hito culminó un año icónico para la humanidad, marcado por los movimientos sociales: desde las protestas desencadenadas en Estados Unidos a raíz del asesinato del reverendo Martin Luther King, hasta la revolución estudiantil de la primavera parisina. Mientras a casi 400000 kilómetros, cientos de millones de personas soñaban con un mundo más libre, William “Bill” Anders tomaba una de las instantáneas más famosas de la historia. En ella se aprecia la Tierra saliendo por el horizonte lunar, como una esfera azul brillante suspendida en la negra inmensidad del cosmos. La visión de nuestra casa (parafraseando a Carl Sagan) desde otro cuerpo celeste hizo que la humanidad se plantease su lugar en el Universo, mientras transmitía un ideal de unidad como especie.

Los tres tripulantes del Apolo 8 fueron, además, las primeras personas que contemplaron la famosa (y para algunos misteriosa…) cara oculta de la Luna. Desde la Tierra, la Luna nos ofrece siempre la misma faz, debido a una particularidad de su órbita. La Luna tarda aproximadamente el mismo tiempo en dar una vuelta sobre su propio eje que en completar una órbita alrededor de la Tierra. En este tipo de órbitas sincrónicas, el periodo de traslación es, por lo tanto, similar al periodo de rotación, lo cual solo es posible si el satélite mantiene en todo momento su orientación con respecto a la dirección radial.

Fotografía en color tomada por William Anders desde el Apolo 8, en órbita lunar, el 24 de diciembre de 1968. Recibió el nombre de Earthrise, que podría traducirse como “Amanecer de Tierra”.

Esta particularidad de la órbita lunar no es efecto del azar, sino consecuencia directa de un proceso físico bien conocido y, de hecho, bastante común en el Sistema Solar: el llamado acoplamiento de marea (o tidal locking, en inglés). Desde la formación de la Luna, la fuerza de atracción diferencial que la Tierra ejerce sobre ella ha ido deformando su superficie, achatándola por los polos (a modo, exagerando, de pelota de fútbol americano). Estas fuerzas de marea tiran más de un extremo que del otro de la Luna, produciendo un torque que ralentiza su rotación, hasta sincronizarla con su movimiento de traslación. Por conservación del momento angular en el sistema Tierra-Luna, la energía de rotación perdida por la Luna es transmitida a su órbita, produciendo que el satélite, además, se aleje inexorablemente de la Tierra. Eso sí, como si se resistiera a separarse de su compañera, lo hace poco a poco, a razón de no más de 4 centímetros al año.

El efecto de las fuerzas de marea se deja sentir también en la Tierra, que, por este y por otros procesos disipativos, va perdiendo energía, lo cual hace que rote cada vez más despacio. Algunas teorías apuntan a que, en un futuro muy lejano, el sistema Tierra-Luna podría llegar a un estado de sincronización total, en el que la Tierra también ofrecerá siempre la misma cara a la Luna. En ese momento la Luna y la Tierra estarán ya lejos, pero como dos amantes que no quieren abandonar su danza, seguirán mirándose a los ojos hasta que, quizás, el Sol las separe.

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