Columna de opinión de Enrique Calderón, profesor de la especialidad de prevención de riesgos de la USM.
Cada 28 de abril, el mundo se detiene por un instante para reflexionar sobre una promesa tantas veces postergada: que ninguna persona debería arriesgar su salud ni su vida por ganarse la vida. Este año, el Día Mundial de la Seguridad y la Salud en el Trabajo propone mirar hacia el futuro y preguntarnos cómo la digitalización, la inteligencia artificial y otras herramientas tecnológicas pueden ayudarnos a cumplir esa promesa.
Chile no ha estado ajeno a esta conversación. La reciente actualización de su Política Nacional de Seguridad y Salud en el Trabajo, así como la entrada en vigor del nuevo Decreto Supremo N°44 en febrero de este año, marcan un punto de inflexión. Ambas herramientas reconocen explícitamente la importancia de fortalecer la gestión preventiva, integrar a los actores sociales y modernizar los sistemas de control de riesgos laborales. Sin embargo, el gran desafío es cómo traducir estas declaraciones en acciones efectivas que se desplieguen desde las grandes industrias hasta las pequeñas y medianas empresas, donde aún se concentran altas tasas de accidentabilidad y precariedad preventiva.
En este contexto, la tecnología se está transformando en una aliada muy poderosa. Sistemas de monitoreo en tiempo real, sensores portátiles que advierten condiciones inseguras, plataformas que automatizan la evaluación de riesgos o algoritmos que predicen situaciones de sobrecarga o fatiga laboral, ya no son parte de una utopía futurista: existen, están disponibles y han demostrado eficacia. Pero su implementación masiva en el país todavía tropieza con barreras estructurales como la desigualdad en el acceso digital, la falta de capacitación técnica o la resistencia cultural al cambio.
Por eso, hablar de innovación en seguridad y salud en el trabajo, no puede limitarse a celebrar nuevas herramientas, implica también repensar nuestras prácticas, redistribuir recursos, reformar incentivos y construir confianzas. Implica, en definitiva, una visión ética: que la tecnología esté al servicio del cuidado, la dignidad y el bienestar de quienes trabajan.
Aprovechar esta transformación digital con sentido preventivo requiere que el Estado fortalezca su rol articulador y fiscalizador, que las empresas incorporen la prevención como parte de su estrategia de sostenibilidad, y que los trabajadores y trabajadoras participen activamente en la identificación de soluciones. Solo así la revolución tecnológica podrá ser también una revolución humana.