Columna de opinión de Sergio Hernández, Jefe de Carrera T.U. Dibujante Proyectista, Depto. Construcción, Sede Concepción
El arte, como todo quehacer humano, evoluciona a la par de las tecnologías. Así, si en algún momento el arte pictórico se enfocó en la minuciosa imitación de la realidad percibida por la vista, este afán fue desplazado por la aparición de la fotografía, orientando el arte pictórico a la interpretación subjetiva de la realidad. Impresionismo, expresionismo, cubismo, surrealismo, futurismo, dadaísmo y otros muchos “ismos”, se sucedieron vertiginosamente hasta que el arte abstracto separó definitivamente a las artes plásticas de la creación de objetos, cuya valía no solo residía en su valor estético, sino que en su funcionalidad, dando origen a toda una escuela de diseño industrial, de vestuario, de arquitectura, y de muchas otras artes aplicadas, de la mano de la hoy centenaria Bauhaus, de la que heredamos sus fundamentos en nuestras carreras universitarias, desde la arquitectura hasta el dibujo de proyectos.
Por su parte, las artes plásticas evolucionaron en la búsqueda del esteticismo y la expresión pura, desde la exploración rigurosa de las leyes compositivas y cromáticas del neoplasticismo de Mondrian, hasta la expresión impulsiva del Action Painting de Pollock, pasando por muchas otras experimentaciones intermedias.
Sin embargo, llegó el momento en que nuevamente se vincularan con la realidad, lo que ocurrió de la mano del pop art. Cuando la tecnología permitió al arte tomar las imágenes de la publicidad y medios de comunicación de masas, y exhibirlas en reproducciones innumerables y gigantescas que rebasaron los límites de galerías y museos para invadir el espacio público, al grado de intervenir la realidad cotidiana: las Intervenciones, el Street Art y el Land Art hacían su aparición.
El arte se centraba, a partir de entonces, en el concepto más que en el resultado estético, en el impacto más que en la belleza; inesperado caldo de cultivo para un nuevo negocio: el de los galeristas, curadores, críticos y subastadores de estas nuevas obras, incomprensibles para el gran público, que inocentemente declara no entender de arte.
De lo que no entienden ellos y ninguno de nosotros, es de este nuevo negocio basado en la especulación que levanta supuestos artistas para transar obras en cifras millonarias, beneficiando a intermediarios que con ampulosos argumentos levantan una obra inexistente a la categoría de “arte”, cuando ahí, como en el famoso cuento de Andersen “El nuevo traje del Emperador”, no hay absolutamente nada. El emperador va desnudo por la calle y nadie lo dice para no quedar como bobo o inculto, hasta que un niño, en su inocencia, lo declara y anima a los demás a decir lo que realmente ven: la escultura invisible no existe, es un fraude millonario.