Chile enfrenta uno de los desafíos fiscales más complejos de las últimas décadas. El déficit efectivo cerraría 2024 en torno al 2,6% del PIB, mientras el déficit estructural permanece sobre el 2%, muy por encima de la meta de convergencia fiscal del 0,3%. La deuda pública bruta, que no superaba el 12% del PIB en 2013, bordea hoy el 40% y podría superar el 41% en 2025, según cifras de la Dirección de Presupuestos (Dipres). Este deterioro ocurre en un contexto de bajo crecimiento potencial (cercano al 2%) y una productividad estancada desde hace más de una década.
Esta situación no puede seguir abordándose con parches presupuestarios ni reformas tributarias sin rumbo. Lo que Chile necesita es una política de Estado con visión de largo plazo, capaz de articular sostenibilidad fiscal con dinamismo productivo. Y lo cierto es que el escenario internacional abre una ventana estratégica inusual: el reordenamiento global bajo el friendshoring, la transición energética y la digitalización están rediseñando cadenas de valor y creando nuevos espacios para países confiables, estables y con ventajas naturales como Chile.
Pero el potencial no se materializa por inercia. Se requiere voluntad política y capacidad institucional. Nuestra inversión en investigación y desarrollo sigue estancada en 0,34% del PIB (2023), frente al 2,7% promedio de la OCDE. Y aunque Chile lidera en exportación de litio, aún no existe una estrategia clara para escalar hacia el valor agregado, la electromovilidad o la manufactura tecnológica. La inversión pública productiva también ha perdido fuerza: en 2024 representará menos del 3% del PIB, en niveles similares a 2009.
El país necesita un nuevo pacto de desarrollo que combine responsabilidad fiscal con un impulso estructural a la productividad. Esto implica priorizar la inversión en infraestructura verde, educación técnica, capacidades tecnológicas y capital humano. No podemos seguir destinando la mayor parte del gasto público al consumo sin enfrentar los desafíos estructurales que impiden un crecimiento inclusivo y sostenible.
El 2025 debiera ser un punto de inflexión real: no solo para recuperar la disciplina fiscal, sino para rediseñar nuestro modelo de desarrollo. Uno que no dependa exclusivamente del precio del cobre, sino que se ancle en innovación, resiliencia económica y sostenibilidad. Un modelo capaz de integrarse con valor a las nuevas dinámicas globales, sin renunciar a cohesión social ni responsabilidad intergeneracional.
Hoy, más que una urgencia financiera, enfrentamos una prueba de madurez institucional. Chile no puede seguir aplazando decisiones estratégicas. El costo de la inacción será mayor que cualquier ajuste. Y el momento de actuar es ahora.