Este 11 de diciembre, la conmemoración del Día Internacional de las Montañas nos encuentra en un punto de no retorno que exige abandonar la retórica celebratoria para enfrentar una realidad climática cruda: si bien las Naciones Unidas han destacado históricamente a estos ecosistemas como las “torres de agua” que abastecen a más de la mitad de la humanidad, en Chile la efeméride adquiere hoy un tono de urgencia dramática.
No se trata solo de admirar la majestuosidad del paisaje andino, sino de encarar lo que en la comunidad científica hemos bautizado como el “deshielo silencioso”: La desaparición progresiva y acelerada de la nieve y el hielo en los Andes chilenos compromete directamente la seguridad hídrica del valle central. A esta señal global se suman los registros que hemos obtenido en el Centro de Tecnologías Ambientales de la Universidad Técnica Federico Santa María (CETAM-USM), cuyos estudios han permitido medir con detalle el retroceso de cuerpos de hielo en la zona central.
Un análisis comparativo mostró que el glaciar Olivares Alpha uno de los glaciares que más hielo a perdido en la cordillera de los Andes chilena, redujo su superficie a un ritmo cercano a −0,15 km² por año entre 2004 y 2014, una pérdida significativamente mayor que la observada en un glaciar de referencia como el Bello, de dimensiones, ubicación y condiciones topoclimáticas semejantes, pero sin influencia industrial directa. Paralelamente, mediciones realizadas en los laboratorios-refugio NUNATAK han detectado disminuciones del albedo y presencia de carbono negro sobre la nieve, evidenciando el aporte de emisiones locales en la aceleración del deshielo. Estos resultados confirman que, además del calentamiento global, la contaminación atmosférica generada en los propios valles incide de manera directa en el estado de la criósfera andina.
Para comprender la magnitud real de esta crisis y distinguir las señales de alerta, el CETAM-USM ha mantenido una vigilancia científica casi ininterrumpida que se remonta al año 2003. Esta labor ha permitido construir un historial de datos de más de 20 años, un patrimonio invaluable que posibilita separar las tendencias climáticas estructurales de las meras variabilidades estacionales o eventos meteorológicos puntuales y esporádicos. Esta constancia cobra hoy un valor estratégico, pues el laboratorio refugio NUNATAK-1, instalado en Portillo a 3.000 metros de altura, está pronto a cumplir su primera década de monitoreo continuo.
Mantener operativo un laboratorio fuertemente instrumentalizado, de alta complejidad y en condiciones extremas es una hazaña logística, pero es también una garantía de rigor científico: para validar una tendencia asociada a la contaminación atmosférica y publicar hallazgos robustos en revistas de alto impacto, la comunidad internacional exige series de tiempo de al menos 10 años y para lograr lo mismo, pero con respecto al comportamiento climático, se exigen nada menos que 30 años. Sin esa década de registro minuto a minuto, cualquier conclusión es apenas una fotografía momentánea; con esta constancia, podemos obtener resultados científicos contundentes para afirmar nuestras conclusiones y evidencia irrefutable para la toma de decisiones, tanto en el ámbito público, como privado.
Esa evidencia acumulada, es hoy lapidaria y apunta a causas que van mucho más allá del aumento global de la temperatura. Los estudios desarrollados en el marco del Proyecto Anillo Aconcagua han identificado como un responsable clave del derretimiento a un “enemigo invisible” y local: el Carbono Negro (Black Carbon). Este contaminante climático de vida media corta, un hollín fino y oscuro producto de la combustión incompleta del diésel en el transporte, la maquinaria pesada usada en la minera y la quema de leña, viaja desde los valles y faenas industriales en la alta cordillera para depositarse sobre la nieve. Su efecto es físico e inmediato: al oscurecer la superficie blanca, reduce su efecto de albedo (la capacidad natural de reflejar la radiación solar) y provoca que la nieve absorba más calor, acelerando su derretimiento de manera artificial.
La contundencia de este impacto quedó demostrada en una investigación publicada en 2022 en la prestigiosa revista científica Environmental Research, liderada por el Dr. Francisco Cereceda. Para cuantificar el daño, el equipo realizó un análisis comparativo riguroso entre dos cuerpos de hielo de la zona central: el Glaciar Olivares Alfa, ubicado en las cercanías de grandes faenas mineras, y el Glaciar Bello, situado en una zona libre de emisiones industriales que sirvió como caso de control. Los resultados del monitoreo durante el periodo 2004-2014 fueron reveladores: mientras el Glaciar Bello retrocedió apenas un 6% de su superficie, el Olivares Alfa perdió un 28% de su área total en la misma década. El desglose de esta cifra es alarmante: de ese 28% de pérdida total, se determinó que casi 23 puntos porcentuales corresponden exclusivamente al impacto de la contaminación minera local (material particulado y Carbono Negro), mientras que apenas un 5% se habría derretido por causas naturales como temperatura y precipitaciones. Esto significa que, sin la presencia de la industria aledaña, el glaciar se habría mantenido casi estable. En otras palabras, por primera vez en la cordillera de los Andes, el efecto de la contaminación antrópica local se pudo desacoplar del impacto del cambio climático, demostrando que la minería fue responsable del 82% del derretimiento del glaciar Olivares Alfa y solo la diferencia, apenas un 18 % es de responsabilidad del cambio climático.
La huella de esta contaminación es tan profunda y persistente que no respeta fronteras geográficas, alcanzando incluso el territorio más prístino y remoto del planeta. La vigilancia científica del CETAM se ha extendido hasta la Antártica, donde expediciones recientes al Glaciar Unión han demostrado que el Carbono Negro tiene la capacidad de viajar miles de kilómetros transportado por las masas de aire, impactando las nieves supuestamente eternas del continente blanco. Esta travesía científica y sus alarmantes hallazgos quedaron plasmados en el documental “Expedición al Glaciar Unión: una experiencia en la Antártica profunda” (disponible para la comunidad en YouTube), una pieza audiovisual que revela visualmente cómo la contaminación atmosférica generada en nuestras latitudes medias termina afectando el termostato del planeta, conectando el destino de nuestras ciudades con el de los polos.
Frente a esta avalancha de antecedentes técnicos, la respuesta política en Chile ha sido inquietantemente lenta y desfasada. La discusión sobre la protección legal de los cuerpos de hielo se arrastra desde 2006, impulsada tras la controversia del proyecto Pascua Lama, pero casi 20 años después, el proyecto de Ley de Protección de Glaciares (Boletines refundidos N° 11.876-12 y 4.205-12) sigue atrapado en trámites constitucionales sin lograr el consenso necesario para su promulgación. La ciencia ha demostrado con datos duros que cercar un glaciar no lo salva si el aire que lo rodea está contaminado; por ello, una legislación moderna y eficaz debe proteger no solo el hielo visible, sino también el entorno periglacial y el permafrost (reservas de agua sólida subterránea vitales para la estabilidad de las cuencas) y, fundamentalmente, integrar la gestión de las cuencas hidrológicas y atmosféricas.
La evidencia científica nos entrega una verdad incómoda, pero esperanzadora: el destino de nuestros glaciares no depende exclusivamente de acuerdos climáticos globales lejanos, sino de las decisiones que tomamos aquí, en nuestros propios valles. Saber que la gran mayoría del retroceso en glaciares estratégicos responde a emisiones locales nos devuelve la capacidad de acción; significa que limpiar nuestro aire es sinónimo de preservar nuestra agua, reforzando la idea de la conexión entre los compartimentos ambientales, incluidos nosotros mismos. La protección de las montañas deja de ser una discusión abstracta y lejana para convertirse en una tarea técnica ineludible. Hoy sabemos que tenemos las herramientas para mitigar el daño; no utilizarlas para modernizar nuestra legislación sería desperdiciar la última oportunidad real de asegurar la supervivencia hídrica de Chile frente a un clima cada vez más incierto. Todo lo anterior refuerza la premisa que ha sostenido CETAM-USM desde su creación, que sin ciencia no hay futuro.


